lunes, 24 de agosto de 2015

Hoy día la ambición del político al poder
 es para robar y burlarse del pueblo.

La Historia ilustra abundantemente sobre la ambición de poder político, así como sobre el ansia apasionada de alcanzar un poder sin límites, absoluto, y de por vida, eterno.
Detrás de la ambición de poder está la soberbia, caracterizada por la grandiosidad, el envanecimiento, el menosprecio por los demás y la codicia. No entiende el ensoberbecido que la vida misma es temporal, ya no digamos el ejercicio de la autoridad.
La sociedad guatemalteca no es ajena al endiosamiento de los gobernantes, al ejercicio abusivo y odioso del poder público. La hijoputez, que describe con lucidez Marcelino Cereijido, en su obraHacia una Teoría General sobre los Hijos de Puta, que se traduce en la maldad, la perversidad, la intención de fastidiar o dañar a los demás, es la característica distintiva del déspota, del todopoderoso, del arrogante, que también goza con humillar, ofender, maltratar, corromper y burlarse de sus súbditos, subordinados o conciudadanos.
El déspota, que se ve a sí mismo como un monarca absoluto, un emperador, también se siente con potestad para disponer de la cosa pública, para aprovecharse del cargo, para conceder privilegios, favores y prebendas; y, asimismo, para castigar, proscribir y condenar a los disidentes, adversarios o enemigos del régimen. Benevolente y cruel simultáneamente.
La esencia del constitucionalismo es imponer límites al ejercicio del poder público, controlar y fiscalizar los actos de gobierno, exigir rendición de cuentas y deducir responsabilidades legales en contra del administrador infiel y del funcionario que se excede de sus facultades regladas. Solo el constitucionalismo salva al pueblo del despotismo. Lord Acton es elocuente al afirmar: “El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”.

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