jueves, 26 de junio de 2014

Requiere visión política comprometida.

El mundo ha entrado, decididamente, en lo que Žižek ha llamado “el fin de los tiempos”. De acuerdo al último reporte (AR5) del Panel Intercontinental sobre el Cambio Climático de la ONU, el planeta ha entrado en una época de cambio climático dramático que requiere la    búsqueda de soluciones alternativas tanto al continuo uso y dependencia de fuentes energéticas a base de carbón, y las que están basadas en la destrucción directa de la vida ecológica misma en función de un “crecimiento económico” a todo costo: tala y quema de bosques, represas hidroeléctricas, cultivos para biocombustibles, etcétera. El desafío para países pequeños, pobres, divididos y altamente vulnerables al impacto climático es realmente apocalíptico.

Si agregamos al apocalipsis ecológico inminente los desafíos infinitos del subdesarrollo capitalista, las transformaciones dramáticas y en mucho impuestas por la globalización, y las nuevas formas de acumulación de las corporaciones extractivas transnacionales con socios locales, el momento histórico dentro del cual urge tomar decisiones en función de la ecología y la vida social –la plenitud de la vida, el buen vivir– no solo se restringe sino que se torna políticamente impostergable.

La izquierda guatemalteca siempre habló de una “misión histórica” o de la elite dominante para resolver las tareas pendientes de la independencia decimonónica (la soberanía en sus varias dimensiones), y las supuestamente postergadas de una acumulación capitalista con un cierto nivel de redistribución social, como se lo planteó de forma tímida la Revolución de Octubre de 1944. Tanto lo que llevó al conflicto armado interno, como su resolución problemática, pero prometedora en los Acuerdos de Paz en 1996 –aun pendientes de cumplimiento– y la transición a la democracia neoliberal todavía marcada por la dominación criollo/mestiza, demuestran sin embargo que no hay tal “misión histórica” de clase. Las tareas de gobernar en el mundo real son mucho más complicadas. Y ello simplemente porque no hay “leyes históricas de desarrollo” como tampoco una “mano invisible del mercado” que funcionen de manera necesaria o automática. Tampoco hay sujetos colectivos prepolíticos cuyos intereses “para sí” se forjen afuera de los contextos sociales y procesos históricos de contestación política que definen nuestras identidades, intereses y opciones. No es posible gobernar confiando que las tareas más urgentes del presente vayan a ser realizadas automáticamente por el mercado o la ley del valor. Gobernar requiere visión política comprometida.

Esa es la visión que tienen aquellos a quienes Gramsci llamó los “intelectuales orgánicos”. La gente que puede contribuir a forjar una conciencia colectiva y nacional comprometida a pensar y diseñar acciones de cara a los desafíos ecológicos, político-económicos y sociales al fin de los tiempos y de acuerdo a un Estado posible, no simplemente heredado. No hay duda de la urgencia nacional en forjar gente joven y diversa al servicio de la idea de lo posible y no de intereses estrechos y egocéntricos. A mi entender esto es, precisamente, lo que se plantea la Escuela de Gobierno que ha sido propuesta en/por la Universidad de San Carlos.

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