jueves, 17 de julio de 2014

En Guatemala existe una Ley de Contrataciones del Estado con sus mecanismos de excepción establecidos. Desde 1995, con el argumento de que es una ley obsoleta y desactualizada, en vez de modernizarla e implantar una Ley de vanguardia, los sucesivos gobiernos se han dedicado a buscar atajos para burlarla con cinismo y sin vergüenza y agigantar la corrupción de mandatarios y funcionarios, contratistas y empresarios que proveen al Estado. Entre 1995 y 2007, los gobiernos de turno, sin arrugarse, movilizaron recursos cuantiosos del Presupuesto del Estado, equivalentes al 40 por ciento del gasto público, a los famosos fideicomisos y oenegés para evadir la supervisión de la Contraloría General de Cuentas y enriquecerse sin fronteras.

De 2008 en adelante, o sea, los dos últimos gobiernos han descansado en las compras por excepción que, como su nombre lo indica, deberían ser la excepción y jamás la regla y no pasar del cinco por ciento de las compras realizadas en número y volumen. 

 Sin embargo, las compras por excepción –directas, amañadas y dirigidas a dedo– que facilitan altísimas comisiones a todos los manolargas involucrados, representan la escandalosa cifra del 90 por ciento de las compras, en número y volumen. 

 Es decir, ya no son la excepción como su nombre lo indica, y en este país de cínicas transformaciones semánticas, más bien se han convertido por mucho en la norma. La banda de turno debería de dejar de llamarlas de excepción y llamarlas por su verdadero nombre: exacciones descaradas directas. Si no que lo diga Belcebú Rodríguez en el Seguro Social o Pérez Molina y Baldetti con el préstamo directo para Sigma, para la construcción de un tramo carretero a dedo, cuyo diezmo alcanza los US$20 millones.

 Es tiempo de que llamemos pan al pan y vino al vino y dejemos todos de dorarnos la píldora.

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